miércoles, 10 de diciembre de 2014

Es un instinto caníbal. Tu silencio y mi mente royendo los huesos de la despedida. Vida, otra vez andando los días, esperando el siguiente como la promesa que embarra el arcén y desnuda el desdén de las vías ahora prohibidas.

¿Que será de mí cuando acabe el invierno? ¿Qué de las huellas que llegarán al mar y saciarán la voracidad de los peces con mi recuerdo? Exiliado en la frontera de otros cuerpos, llenando de amaneceres el cupo de mi destierro, quizás. Si de ningún lugar vengo, allá dónde vaya siempre seré extranjero.

Podría ahogar en tinta veinte poemas de amor y arrugar sus versos en siluetas simétricas de todo lo que lastra mi pecho. Completan el contorno de un interrogante resbalando por un precipicio que toca fondo en la desidia de un cadáver de algodón. 

A veces deseo un genocidio para convencerme de que así son las cosas. La rueda gira engrasada con sangre y el toque de queda me ha pillado hozando en el bosque. 

Debe ser mi estupidez, aullando a una luna que no oye. Toda mi juventud, enamorado de una roca fría e inerte. Debe ser la madurez, este paisaje yermo.

miércoles, 25 de junio de 2014

No es que no quiera follar. Es que afuera llueve y huele a húmedo, es que no he lavado mis calzoncillos y he agotado el tabaco.
No es que no quiera follar, quizás... podría intentarlo. Quizás rozarte me sirva, quizás otro trago, no pensar que ya he bebido demasiado.
No es que no quiera follar, de verdad, es que el deseo no vive de instinto. Y distinto no es peor, ni más pequeño, ni más amargo. Pero, definitivamente, no es lo mismo.
No es que no quiera, te lo repito, es que ya ha sucedido. Y no recuerdo haberte visto, por más que lo pienso, en el eco de los gemidos. No erizabas mi piel, no había destellos, ni cómplices, ni cumplidos.
¿Se ha acabado ya? ¿Eres tú el de ayer? Mensaje recibido.
No, no, no. No es que no quiera follar, es que esta noche lo necesito. Y sigue cayendo fuera, y sigue oliendo a ruido. Y ojalá esto acabe y sólo seamos dos cuerpos desnudos.
No, no quiero follar. Sólo por hoy, me basta con sentirme querido.

domingo, 1 de junio de 2014

Enrique Bayano

Hoy cedo mis letras al "Poeta de la Gran Vía", el álter ego de Enrique Bayano.

Él es un personaje que ha envejecido como la bohemia que profesa, orgulloso de sí mismo. Un mendigo que bebe con la frente alta y la nariz roja, susurrando versos a los oídos saturados de la capital. Cuenta, con el endeble recuerdo que marcó la época, que por su venas ha transitado el veneno de 5.000 jeringuillas, que rechazó la limosna de Esperanza Aguirre y que ha vivido lo mejor, lo peor, lo cambiante. Él es también un anciano ataviado siempre para saltar a escena, que se sabe superviviente de las cucharas quemadas, los inviernos bajo el Cine Capitol, tres matrimonios, cinco hijos y una vida de proezas. Ha estado en Milán, Madrid, Francia, Estados Unidos... siempre con su carpeta de poemas bajo el brazo. 

Y se lamenta, en un alarde de consciencia, de que le han robado más de una vez su bolsa de plástico llena de cartones, poesías y unos diplomas que, según él, certifican su polifacética misión artística. Porque, según él, la niña de bronce de la plaza de San Ildefonso en Tribunal y el barrendero de Jacinto Benavente son tan suyas como la cara del vecino que asoma en la Estanquera de Vallecas por un balcón para gritar improperios a la policía. Félix Hernando, Rafael González y "El Pirri" ya no van a poder discutírselo...

Después de todo, su personaje conlleva esa labor de medias verdades y descaro castizo, alardeando de la fantasía, la ruina y el talento. ¿Cuánto queda de Enrique? Queda un hombre asustado de las nuevas tecnologías, un testigo vivo de una época que ha marcado Madrid hasta el punto de sentirse responsable de ella, convirtiéndose por sí mismo en un hito de la ciudad. Queda, cuando grita al corro de guitarristas que beben cerveza a su lado por no hacerle caso, por faltarle el respeto a un loco. Queda en la desesperación de un momento que se apaga, que ya no tiene cabida en una urbe transformada, pero que necesita ser escuchado, más que nadie por aquellos jóvenes que aún hoy mantienen viva la noche madrileña. Enrique dice: "no olvidéis, la complacencia con la que os habéis acostumbrado a lo que tenéis hará que nunca conozcáis lo que yo tuve".

El "poeta de la Gran Vía" dice:




viernes, 30 de mayo de 2014

Sonabas como truenan las campanas tocando a muerto. Te divertías en el augurio constante de condenarte al olvido. No era real, todo mentira, demasiado largo y templado, demasiado estable para ser verdad. La verdad estaba escrita en ese sino insondable que tu sabías porque algún anciano espíritu frío y duro te lo había enterrado en lo más profundo de tu cabeza. 

Y supongo que, después de todo, tenías razón.

Acabarías siendo un recuerdo borroso, algo que prefiero prender en llamas con tal de que no vuelva a salir a flote. Un Chernobyl de labios dulces y mirada imposible, un Hiroshima de locura y caricias, de tantas cosas que nombrarlas es desgranar la lista de mis fracasos. 

Sí. Supongo que, después de todo, tenías razón. Sólo se hacer las cosas de una manera, tan poco civilizada como la batalla que reina en mis ideas.

Pero siempre me quedará la duda de si la satisfacción que te embarga, la felicidad que quedó después de que tu augurio fuese ley, es por haber obtenido la justa victoria, o porque al darte la razón has conseguido extirpar mi sombra de tus nuevas ambiciones. Me pregunto si desde el principio sólo me estabas avisando de cuál sería el final, de que no merecía la pena.

Pero, sobre todo, me pregunto si la euforia del ganador seguirá inundando tus venas cuando, mucho tiempo después, descubras que no eras un retal en el cajón de los recuerdos reprimidos, sino un antes y un después. Esa senda que no puede desandarse al volver la vista atrás, la primera vez que vi el mar. Ese parque, ese hogar, que no ha sobrevivido al cemento, pero en el que crecen briznas de hierba horadando las grietas en esa euforia ciega de cuyo nombre, ahora lo tengo claro, no quiero acordarme.

lunes, 12 de mayo de 2014

Nada

Está escrito que lo primero fue el Verbo, pero no es verdad. Antes de llamarse, antes de conocerse, antes, incluso, de existir, estaba ella: la nada, el no ser. Ese lugar donde el principio y el final frotan sus espaldas de anciano invidente.
Hay quien, si no se ha dejado llevar por el Libro, ni ha interiorizado el Verbo de labios de un profeta, llama a ese estado ingrávido y hueco la muerte. Simple y llanamente la muerte. Y la parca podría joderle la felicidad del Guiness al más longevo de los fenómenos metafísicos que deambulan por este plano, pero frente a la infinitud de la nada no es más que una recién llegada. 

Muerte, la advenediza. Muerte, la del frío invierno, la que siembra al otro lado del Nilo y en lo alto de las ciudades. Muerte, la que habita catacumbas esperanzadas y ha prometido el cielo, setenta y dos vírgenes, un futuro despertar. Muerte, la de las cunetas y los grandes monumentos, la del hollín que tizna la piel porosa de los siglos debutantes.

Muerte, la que adereza el telediario y el videojuego de la sobremesa. Muerte, la compañera, el telón de fondo, el ruido blanco del universo. Muerte, la acostumbrada. Porque la muerte es una costumbre como es la vida y todo lo que, simplemente, sucede. 

Y sólo se anuncia tenebrosa y terrible, engalanada de destino inexorable con una lata vacía sujeta junto a las costillas esperando el polvo en el que nos convertiremos, cuando se abre camino sutilmente a través de una grieta y posa un dosel funesto sobre el silencio.

Nadie ha dejado de comer, engullimos la ternera sabrosa y el arroz en salsa. Bromeamos y atajamos las historias repetidas que, en familia, son la moneda de cambio del reconocimiento y el hastío. Ella sigue ahí, mirando sonriente y revolviendo su comida sin apenas probarla. Sigue siendo cálida y sus brazos esperan aferrarse a otros con la misma energía. 

Todo sigue igual.

Nunca se ha hecho el silencio. Nadie concluye su comentario buscando la mirada cómplice del otro. Absolutamente nadie encuentra en el fondo de sus ojos la misma sombra. En ningún momento el camino de vuelta es diferente y, si se agudiza el oído, no puede oírse creciendo lentamente, al ritmo de la respiración entrecortada, un agujero negro. 

Por supuesto, todo sigue igual. 

Porque la muerte es aterradora, sin duda. Y quizás podamos adivinar cuándo se aproxima. Pero nunca estaremos preparados para la nada. 

La nada es la espera que subyuga las vidas con la promesa de un cambio que no podemos anticipar. La nada sólo produce nada. La vida es el cambio.

domingo, 6 de abril de 2014





Quería quererte, y lo hice. Te quise tanto que forjé por ti un mundo nuevo. Inspirado, agradecido, quizá egoísta, para ti. Hice naufragar las lunas en tu orilla para quedarnos a oscuras. Busque la luz trémula de un espejo para ponerla entre tus labios. Y no quedó más remedio que tu risa para alumbrar nuestros pasos. Construí de niebla y música, de celo y de noviembre, de Galicia y ron nuestra casa. Y tu lo llamabas casa, y yo lo llamaba hogar. Y yo dibujé cada día en fantasías sobre la pared, decorando el delirio de un auspicio, de un hospicio de mal agüero. Yo puse a hervir el puchero, tu saliste a por algo y de repente, silencio. Y esa espera....

Salí en tu busca al suelo de otro mundo. Más hostil y acelerado, más brutal. Y de repente, yo no podía nada. A la Luna cedían las mareas de un mar embravecido, la luz corría a cuenta, en los espejos estaba yo. En Galicia llovía, en Noviembre morían, el ron llevaba al celo y a la niebla. La música no vivía, escondida, sino en las grietas. Y tú no estabas porque supongo que, como a mí, se te olvidó encontrarte. Y tu cara dejó de ser tu cara y tuviste muchos nombres porque, seguro, volvimos a vernos. Seguro, me susurraste en el oído y yo encendí tu sonrisa. Seguro, volvimos a vernos desnudos. Pero yo me enamoré del mundo y poco a poco me perdí porque supongo que, como a ti, se me olvido encontrarme. 

Y a veces tengo la certeza de tenerte al lado, casi de poder tocarte con los dedos y, cerrando los ojos, me acuerdo de cómo vestías cuando te fuiste aquella noche. Pero luego miro alrededor y me doy cuenta. No podré llevarte de vuelta, porque tu nunca lo llamaste hogar y yo ... ya no sé cuál es mi casa.

martes, 25 de febrero de 2014

Esa cenefa que abriga los cielos en los tiempos de cosecha huele a metal sudado.

Devuélveme el color de la sonrisa compartida antes de partir. Lo indivisible queda para dar cuenta a los cuervos, urdiendo de números el nido, ahuecando de plumas el nicho.
Nadie puede creerlo si no se escribe en tripa de cordero. Si lo firma el carnicero, el Estado de Derecho. Negándose mutuamente la reverencia con el convencimiento de haber hecho la cama a tiempo. La puta desdentada alecciona a su sombra mientras se hunde la carne en las costillas, como teclas de piano soportando una sordina de manto de virgen. De himen. Salpica tu gracia desde las alturas.
No ha dejado de llover. No ha caído el diluvio.
Todos hemos sido, algún día, desconocidos.
Por fin preparados.
Henchidos.
Orgullosos.
Vivos.
Vacíos.