viernes, 30 de mayo de 2014

Sonabas como truenan las campanas tocando a muerto. Te divertías en el augurio constante de condenarte al olvido. No era real, todo mentira, demasiado largo y templado, demasiado estable para ser verdad. La verdad estaba escrita en ese sino insondable que tu sabías porque algún anciano espíritu frío y duro te lo había enterrado en lo más profundo de tu cabeza. 

Y supongo que, después de todo, tenías razón.

Acabarías siendo un recuerdo borroso, algo que prefiero prender en llamas con tal de que no vuelva a salir a flote. Un Chernobyl de labios dulces y mirada imposible, un Hiroshima de locura y caricias, de tantas cosas que nombrarlas es desgranar la lista de mis fracasos. 

Sí. Supongo que, después de todo, tenías razón. Sólo se hacer las cosas de una manera, tan poco civilizada como la batalla que reina en mis ideas.

Pero siempre me quedará la duda de si la satisfacción que te embarga, la felicidad que quedó después de que tu augurio fuese ley, es por haber obtenido la justa victoria, o porque al darte la razón has conseguido extirpar mi sombra de tus nuevas ambiciones. Me pregunto si desde el principio sólo me estabas avisando de cuál sería el final, de que no merecía la pena.

Pero, sobre todo, me pregunto si la euforia del ganador seguirá inundando tus venas cuando, mucho tiempo después, descubras que no eras un retal en el cajón de los recuerdos reprimidos, sino un antes y un después. Esa senda que no puede desandarse al volver la vista atrás, la primera vez que vi el mar. Ese parque, ese hogar, que no ha sobrevivido al cemento, pero en el que crecen briznas de hierba horadando las grietas en esa euforia ciega de cuyo nombre, ahora lo tengo claro, no quiero acordarme.

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