domingo, 15 de diciembre de 2013

El ascensor

Todo se había reducido a una conversación de ascensor. Dos desconocidos reconociendo el frío, rodeando con palabras la necesidad de un gesto, en ese pacto tácito para silenciar lo urgente y honrar lo banal.

Todo se había encogido a ese rinconcito que día tras día ensanchaba sus mundos y les acercaba. De la primera sonrisa al cambio de perfume. Y como quien no quiere la cosa, con la facilidad del que se encuentra todos los días en el mercado o la iglesia, llegaron los nombres, los chistes, las miradas furtivas, los abrazos, las historias, los secretos y el beso.

Todo se había inscrito en un juego de reglas implícitas, de cápsulas de complicidad efímera, acordada e infranqueable. El elevador era el fuera de plano donde poder abandonarse a la vida. Y al beso le siguió la caricia, el roce, los últimos centímetros de una distancia que se antojaba ridícula ante el deseo.

Todo se había restringido a un cubículo suspendido en el vacío, cuando en ese preciso instante...

- Espera, espera. ¿Cómo puedes saber tu todo eso?

- ¿No te parece obvio? -dijo mientras aplastaba la colilla contra el cenicero neutro de cristal y al final de la habitación una mano tocaba con insistencia en la puerta- Yo fui quien cortó los cables del ascensor.


lunes, 30 de septiembre de 2013



Solía pensar que la soledad era una puta lasciva. Nunca conforme con el placer efímero e incontrolable de las primeras veces, anegaba de lágrimas cada nuevo intento en un pulso irreversible al dolor. Y siempre se cobraba un precio, como la más avariciosa de las Moiras. 

La soledad era la heroína del poeta, el escritor y el profeta cuando la heroína era la puerta abierta a una generación perdida. Juntas prometían leer entre las líneas del rock, la política y la moda rescatando el tuétano de la desidia, dando la redención a esos espaldas mojadas del individualismo del nuevo siglo. A medio camino entre el suicida romántico y el sucio pepinillo omnipresente en la la sonrisa de payaso de la democracia.

Estábamos enfermos de nada. Heridos de muerte por apatía. Cáncer de conveniencia. Éramos cabezas calvas de sangre fluorescente. Gusanos de luz devorando la manzana de Blancanieves en ciudades repletas de enanos obreros cuyos zapatos charolados cantaban la canción del deber.

Éramos y solía ser, cuando paseaba las calles embriagado en busca de una complicidad perdida. Las viejas amistades royendo el hueso de la indiferencia, marcando en cada mueca la silenciosa etiqueta de quien se ha quedado atrás. Quizás habiendo encallado en vidas ajenas hubiera sido fácil robar el sentido a la distopía, afrontando el futuro desde una madurez apropiada. Pero ese tren había descarrilado entre mareas de colores y avisos de bomba al otro lado del teléfono.

Nadie encontró tiempo para pararse a hablar con el poeta altruista. Nadie fue tan tonto de no confundirlo con un loco. Nadie quiere visionarios, ni profecías. Todos saben leer su destino en el café de la mañana y en el zumbido del televisor.

Cansado de escribir para el silencio y de rogarle al mundo un reflejo, se decidió a dormir el sueño de los justos, haciendo una pira de sus despedidas. Y como en un mal chiste, un gato callejero pisó las teclas emborronando la página con unas últimas letras aleatorias. El talento reducido al memorándum apócrifo de un demente.

Y como en un mal cuento, el gato sin sonrisa se desvaneció en la noche, no sin antes echar una última mirada a cámara mientras sus ojos se transforman paulatinamente en luces ambarinas de ambulancia. Y antes de que el fundido en negro lo devore todo y nos deje solos con nuestros pensamientos, unos sabrán que ha sido el final. Otros, tristemente, que sólo ha sido el prólogo a una época que bailará al son de las sirenas.

http://vimeo.com/58877580

domingo, 22 de septiembre de 2013

Como apoyar tus manos manchadas sobre un cuerpo desnudo y sentir, perversamente, que ahora te pertenece. Es tuyo y lleva tu marca, como todas tus cosas, tuyo para usarlo a placer.

Como notar cercano el roce de una piel caliente, en un lugar indeterminado.  El pelo como una cortina entreverando destellos en la penumbra.

Como recorrer hambriento un desierto de dunas hirvientes, coronando su cima con la lengua fuera y un suspiro en la lejanía que hiere el cielo con su dureza.

Como dejarse resbalar, cegado, por valles y hondonadas hasta un oasis donde saciar la sed a bocanadas, casi perdiendo el aliento en la búsqueda.

Como sentir el peso del universo a horcajadas sobre unos labios que anhelan respuestas en el silencio. Una respiración entrecortada, demasiado cerca. Un pecho acompasado, demasiado lejos.

Como abrazar el instante y sentir que se escurre entre los dedos, dando paso al siguiente en una suave cadencia, en un ritmo hipnótico. Un péndulo suspendido en el abismo y el dolor de unas uñas lacerando en su vaivén.

Como el fluir del deseo a la lujuria en pugnas ansiosas, animales. El grito de la sangre vaciando las sienes, palpitando impulsada por un saber que nada sabe sino vivir o morir contigo.

Como arrancar a bocados el cáncer.

Como saciar un vórtice.

Como beberse los mares, ahogarse en lava candente.

Como amanecer por vez primera.

Como no necesitar nada, nunca más...

Como despertar en una cama fría y húmeda. Solitaria. Tantear tu rostro frente al espejo y escrutar en tu pecho las marcas sinuosas que la sábana mal doblada dejó, casi como arañazos.

Como traspasar el umbral de la habitación que anuncia rutina y cumplir con el ritual, sólo para ver la mancha en el final de la taza que no recuerdas acabar de beber.

Como comprender, al abalanzarte sobre una hoja esclarecido, que no te pertenece, ni nunca lo hará. Pero esta noche volverá a dejarse atrapar unos instantes, casi como si fuese un juego. Un juego cuyas reglas nadie conoce, pero todos practican. El juego más viejo del mundo.

domingo, 25 de agosto de 2013

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Supongo que ahora debería desnudar mi alma, soltar al menos un par de frases ingeniosas, algo memorable para el final...

Joder -pensó- ¿No es la muerte como enfrentarse a una jodida página en blanco? Llevo muriéndome a diario años. A lo mejor mi puto epitafio tiene que ser un cenicero lleno. Cenizas a las cenizas y toda esa mierda.

En la cabecera de luz mortecina: Las raíces apenas dejaban ver el bosque, devorado en la espesura del recuerdo, como un disco que ha envejecido mal y ha pasado directo de la lista de éxitos a la de clásicos veraniegos. Mejor haber triunfado y haber caído, o algo así. Nunca dejes que un buen tópico arregle una mala historia. No hay nada peor.

No hay nada peor -musitó mientras subrayaba de azul el párrafo y lo enviaba directo al limbo binario de su ordenador- Ni si quiera la tecla suprimir está entera. Dios, ¿cómo voy a encontrar inspiración así?

SUPR, supurante suspiro, sueño pródigo, suerte, pronto, súplica, redención. 

Nada es como antes. Los errores significaban algo antes. Al menos debías arrancar la página y romperla en pedazos. Era un acto simbólico. Era una putada, pero debías hacerlo tú y cargar con las consecuencias de tu desliz. Siempre había algún mojigato empeñado en rectificarlo con tachones, pegotes, parches. Así funciona el mundo, siempre lo había dicho, todo lleno de pusilánimes gilipollas.

Intentó pensar algo profundo. ¿Qué había marcado sus días? ¿Quién querría conocer su última reflexión? Egoísta, se acordó de ella. No estaba sólo en realidad, lo sabía. Lo sabía tan bien como conocía la naturaleza de la compañía: una familia aburrida y maltrecha, cuatro gatos de relaciones emponzoñadas que disputaban responsabilidades y atenciones como si fueran la última chuleta; unas amistades dispersas e independizadas, y tres o cuatro personas especiales. 

No está mal -se detuvo- quizás se conozcan todos en el funeral. Sería la ostia. Una buena acción post-mortem. Ascensor al cielo, ¿eh? 

Led Zeppelin llevaba sonando en su cabeza desde que el día había despuntado. Cuando te miras al espejo de buena mañana y todo lo que ves son unos ojos hundidos vibrando al ritmo del solo de Stairway to Heaven no puedes hacer como si nada. Quizás suicidarse sea algo drástico pero, oye, ¿quién te dice que mañana no te despertarás tarareando a los Bee Gees?

Hacerlo había sido fácil. Un par de cortes en las muñecas. Sangriento y sucio. Lo estaba poniendo todo perdido, pero siempre le había parecido poético. También, aunque cruel, le divertía pensar quién limpiaría después el estropicio. 

Lo malo fue la espera. No es algo rápido, desangrarse lleva su tiempo y siempre había sido un chico demasiado impaciente. Pensó en ella y quiso verla de nuevo. Ella, o ellas, no importaba en realidad. Cualquier persona que hubiese significado hogar, en algún momento. Fotografías apartadas. 

Mientras todo se teñía de rojo repasó esa sensación que tanto le había inundado últimamente. Un abrazo lo habría cambiado todo. No, un abrazo no habría cambiado nada. Lo que quedaba eran recuerdos. Adaptarse o morir es la máxima del siglo XXI y él siempre había sido un animal de costumbres. 

Apagó el cigarrillo, pegó un largo trago y se bajó los pantalones. En realidad, no le apetecía, pero había vivido siempre de manera responsable y, habiéndose hecho dueño de su destino, quería que a su último homenaje no le faltase nada. La despedida podría esperar. El corazón latió con fuerza y la sangre brotó de las muñecas en torrente. El mareo hacía todo más excitante y durante unos minutos estuvo bien. Luego su mente se perdió y el rítmico movimiento resultó casi una parodia, salpicando de carmesí en cada sacudida. En algún momento, su mano abandono la flacidez de la entrepierna y se posó en su frente, sujetando la cabeza, mientras una cascada rojiza resbalaba sobre sus mejillas, confluyendo con lágrimas silentes, sinceras.

Supo al fin qué debía decir. Tanto de lo que arrepentirse, tanto que agradecer... A duras penas encendió de nuevo la pantalla y, con los ojos cerrados, repasó sus últimas palabras. Como en un sueño, todo transcurrió como en un sueño...

De repente, despertó. Una mano tocaba su espalda. Se giró y vio a una chica joven y alta, de piel blanca como el marfil y unos ojos profundos como pozos, universos de estrellas apagadas. Su voz sonó como suena el fuego de una hoguera al crepitar cuando dijo:

Vaya, hacía mucho que no veía ninguno así -rió- Eres todo un romántico -dijo señalándole.

El chico se levantó para contemplar la escena y pudo ver su cuerpo vencido sobre la silla, con los pantalones bajados. Todo estaba teñido de cuajarones ennegrecidos, los papeles de la encimera, el teclado, las huellas en el vaso, su propio cuerpo. Consternado, miró el ordenador. La página en blanco seguía ahí, al otro lado de la pantalla manchada de sangre. No había escrito nada, había muerto antes de la despedida. Tan sólo, en el encabezamiento, una escueta acotación rezaba "Última conexión 04:23".

Joder -dijo con una mueca de socarrona incredulidad- Como en las películas. "Hora de la muerte, Jack". Pero nada es como las películas, ¿verdad?

Los ojos de la mujer eran lagos impenetrables.

Quería despedirme, tenía las palabras exactas -suspiró- Supongo que es mejor así, no se puede vivir como un gilipollas y tener una muerte épica, no habría sido nada honesto por mi parte.

Ella sonrió y le confesó:

Una vez escribiste algo que me encantó. Eras realmente bueno, ¿sabes? -Y le susurró al oído mientras caminaban juntos hacia la línea del horizonte.

Él notó su brazo rodeándole los hombros y, aunque su piel era fría, aterradora, el abrazo fue cálido y sintió, de alguna manera, que había vuelto a casa.

domingo, 4 de agosto de 2013

Heridas de guerra




La revuelta seguía impregnada en las calles. Sofocada, se reflejaba en las grietas de los escaparates, en la sangre seca sobre los adoquines, en los susurros de los soportales. Habían pasado veinte días desde que estalló la revolución y los muertos se contaban por centenares, las pintadas compartían los muros con todo tipo de publicidad oportunista y las redes echaban humo en manos ennegrecidas, en dedos que asían un sentimiento colectivo, despojados de todo lo demás en el borde del abismo en que la vida contempla desnuda el despeñarse de un estatus socialmente establecido.

O quizás no.

Raúl miraba desde su ventana el rápido discurrir de las arterias de la ciudad. Noche tras noche un equipo de limpieza reconstruía la memoria eliminando toda evidencia del conflicto. Él no podía dormir, sus heridas cicatrizaban más lentas que el país. 

La acera lucía como siempre aquella mañana, tal y como la recordaba, piedra vetusta y gris, testigo mudo. Sostén de mil viandantes. Conscientes. Silentes. Para él nada era igual mientras avanzaba lentamente con un ramo de flores en el regazo. Desde la altura, algunas caras abandonaban el loco devenir de la masa para enfocarse en rostros conocidos, vecinos que, sabedores de la desgracia, cruzaban su mirada en un fugaz arrepentimiento, como escusándose por seguir adelante sin atreverse a mirar atrás. 

Raúl no los culpaba y daba otro empujón a las ruedas con aquellos brazos flacuchos de los que nunca pensó que llegaría a depender. Por el camino vio las cafeterías repletas de mesas y sillas disparejas, como almonedas ocupadas por turistas que parloteaban esperando aprovechar la coyuntura para veranear de forma económica. Vio residencias, bares y casas con rostros inexpresivos, obnubilados ante una pantalla que emitía películas antiguas de forma continuada. 

El metro había vuelto a funcionar. Al menos el cincuenta por ciento de las líneas estaban ya operativas, tal como declaraba por megafonía un desconocido de voz metálica. La prensa, casi inexistente, contradecía los rumores de internet y aclaraba que aquel desconocido nunca optó al cargo, por lo que debió ser el otro desconocido quién, al reunir a la cúpula de desconocidos con el Gran Desconocido, presionó al concilio para alzar al nuevo desconocido. Todos los desconocidos sonreían. Todos sus conocidos habían muerto.

De héroe de guerra a daño colateral hay una victoria de diferencia. De aquello, a loco marginal, tan sólo unos pocos años. Raúl repetía a diario su ritual y ya no obtenía miradas comprensivas de sus vecinos, sino alguna que otra expresión compasiva de paseantes despreocupados que pronto se distraían con el enfermizo resplandor de los escaparates. Raúl recorría cansino la avenida y flanqueaba las terrazas de último diseño, repletas de turistas adinerados y snobs capitalinos. Raúl veía al pasar las residencias, los bares y las casas con rostros inexpresivos contemplando debates de baja estofa y telecomedias de sexo embotado. Raúl compraba un ramo de flores siempre en el mismo puesto de la esquina y subía al metro, dónde todas las líneas operativas le ofrecían una detallada visita a la urbe. Pero él siempre cogía la misma línea. Siempre se bajaba en la misma estación.

Las ruinas sobre las que un día depositase su primer ramo eran hoy el parque en el que Raúl pasaba los días. A veces se quedaba dormido y la pareja de amables policías que cerraba el recinto al anochecer le llevaba entonces a su casa en el coche patrulla. Sabía que le tenían por un perturbado, pero un perturbado simpático y amistoso que simplemente despotricaba ante aquel que quisiera oírle sobre viejos ideales de los que ya nadie se acordaba.

Raúl se reía de ellos, de todos ellos con sus vidas disfuncionales. De Luis, el policía calvo y gordo al que su mujer engañaba cuando le tocaba guardia de noche, de Juana la florista hipocondríaca y de su perro Fifí, de Pedro, el ligón de los bares de moda que lloraba desconsolado entre los pechos de las putas los días que no salía de fiesta. Raúl estaba jodido, pero lucía orgulloso las cicatrices que le dejó la vida cuando pudo ver sus nudillos de cerca, mientras el resto del mundo se dejaba acribillar convencido de que el golpe no existía si, enfundado, no dejaba marca. 

Así pues, Raúl pasa las noches asomado a la ventana, observando el discurrir de una nueva época, limpiando su vieja pistola, siempre a punto. Convencido de que, cuando llegue el momento oportuno, sólo tendrá que levantarse de la silla para continuar una guerra que nunca ha dado por concluida.

miércoles, 26 de junio de 2013



Dejó que el cigarro que sostenía entre sus labios prendiera el sepia que teñía la imagen. El humo se disipó en la fotografía de un viejo escritorio, vetusto como la Olivetti negra, sabio como el whisky helado que hacía exudar el vaso. Reventó la luz de la lámpara llenándolo todo de tacto. Bajo el sombrero, desgreñado, el pelo. Sucia la barba rala y el brillo de la mirada opaco, triste. Todo sobraba en esa cara. La ropa trapos, pijama de mil veranos y tela gastada. Por complemento, la postura encorvada que hacía lucir el traje.

Enfrentado al resplandor hiriente de la pantalla corrían gotas saladas por las curvas oscuras que jalonaban sus ojos. Perdido en alguna parte, huía de la hora de cierre, de las conversaciones vanas, de las responsabilidades varias, del para mañana, que aún queda hoy por hacer, del listado de sueños.
Descomponía la fórmula perfecta y la frase rimbombante, se asqueaba de la canción oportuna y de la imagen adecuada. No había París, ni noches en llamas, no había poesía, ni talento, ni ganas. Había engaño llamando a la puerta. Quedaba el consuelo y la mentira del siguiente escalón, del continuo eslabón que forja la cadena.

La culpa inundaba el ambiente, la ansiedad no encuentra palabras. La extraña figura inútil espera impaciente el momento de ser desecho, para eso ha vivido tocando techo sin levantar un palmo, sin merecerlo. Abandona el lenguaje espontáneo, recita crudo, lo pierde todo, como es debido. Él ha olvidado su identidad, ya no es él, sin historia.

Y yo, que a pesar de todo sigo siendo, me afano infructuoso en vacuas tareas de alquimista. A medio camino entre un asaltador de tumbas y un peregrino sin Tierra Santa. Aún busco el elemento que pueda suplir la magia de un abrazo.

domingo, 19 de mayo de 2013


En algún lugar las calles debían arder inundando de vapor las entrañas de la noche. Adoquines oscuros supurando el veneno que alimenta las venas de la ciudad. Palpitantes, las risas quedaron sofocadas por el ruido de sirenas y el retumbar de un altavoz dejando la estela efímera de un estribillo sobre el olor penetrante del neumático quemado.

En las zonas bajas la lluvia del día anterior frenaba su cauce en un remanso aderezado de alcohol y meados. La luna reflejada en él iluminaba los rostros anhelantes de aquellos reunidos junto a la boca de metro, torrentes ansiando mecerse en pos de un mar indómito. Tan sólo un poco de sal. 
Entre ellos, un vulgar Caronte agita en sus nudosos dedos un vaso de cartón, suplicando un par de monedas que hagan junto a él la travesía. A falta de almas con quién compartirla pasea las horas por el cemento de su odiado hogar, huyendo de la maldición de la memoria, agradecido de insultos y menosprecios que le sacan por un instante de su perpetuo mimetismo con el mobiliario urbano. 

Su carcajada demente pasa desapercibida ante los dos agentes que, distraídos, se cobran en cocaína la frustración de un tercero que, aunque amigo, nunca llegó a ser compañero y paga su amargura trajeado al final de un cordón de terciopelo a las puertas de un paraíso de neón. 
Dentro los focos rielan en la trompeta del escenario y se ahogan en el cristal empañado. El color de los labios se queda en los vasos y los ojos dejan de ver, vidriosos, llamando al desenfreno.

El griterío ensordece el local y la pelea rompe el delirio heroico de un orador que conoce el remedio para el mundo, salvándolo una vez más sin haber derramado apenas su copa en el transcurso de su disertación. Muchos huyen, llenando de cuerpos las aceras. Una pareja se aprieta contra un portal y, mientras ella busca las llaves en el fondo de su bolso, él ya ha encontrado una puerta abierta debajo de sus ropas.

Al acabar, en la cama, ella apura su cigarro con un mohín de tristeza mientras vuelve a colocarse aquellos pendientes que un día tanto significaron. Él, satisfecho, duerme.

Duermen dos chicas en un taxi camino a casa. Aunque han perdido el móvil y la cartera en la discoteca, Juan ha querido llevarlas. Comparte con ellas la esperanza de que el padre se hará cargo de la factura, tal y como él había hecho en alguna ocasión con su hija. Contempla la foto de Diana en el salpicadero y se pregunta cómo estará.

Diana ronca sobre un lecho de impresos legales. El subrayador, aún en su mano, emborrona la palabra "futuro" en un charco fluorescente.

Una cucaracha se contempla en uno de los charcos de las zonas bajas. Mientras amanece, su cuerpo ovalado se recorta gigantesco e imponente sobre coches y edificios. El relevo llega vestido de naranja y precedido de escobas, cruzándose con la marea que baja ahora repleta de ojos cansados e historias nuevas.   
Uno de estos peces roncos convierte un bostezo en una arcada arrodillado junto al charco y vomita la noche  en jirones de vinagre oscuro. Al levantarse cruje bajo su suela el sueño del insecto, recibiendo como epitafio las palabras "¡qué asco!" mientras se limpia su cadáver contra el bordillo.

En algún lugar, Gregorio Samsa se ha despertado como cualquier otro día y se ha mirado al espejo sintiéndose más sólo e incomprendido que nunca.

domingo, 28 de abril de 2013

M

La mueca frustrada, la muesca rutinaria en el calendario, la mosca detrás de la oreja, ese másquetú, ese  puto másquetú...

Malditos misántropos malnacidos. Militancia malversadora, millones maltrechos, maltrato, mamporro y multa. Mucha mierda, joder, mucha mierda.

Mentira, hasta la ira apesta a infame teatro, tanto Medio sin ningún fin... mitigadas las pulsiones queda el mercado, marcado por mascaradas que alimentan el mito, conformista modelo, misterio resuelto, a mesa puesta la muerte pasa discreta en la manía de lo colateral. Mundo inmundo de mentes dementes, marionetas guiadas hacia el desastre. Mastica, rumia, durmiente. Madeja de manos, multitud toma medidas a tu miseria, Mefistófeles viste mono y madruga. Miedo va a cambiar de bando, dicen. Música para el melómano, músculo para el madero, metralla para Mayo.

Generación perdida, no. Ni parados, ni estúpidos. El vals del aniversario traerá mareas y meditaciones. Malencarados recuerdos, memoria, nunca nostalgia. Marcará molesto sus medias tintas. Pasarán meses, machacarán nuevas medidas y mudarán los males. Vestirán el malva de escarlata y harán homenaje a su nombre. M con M, masacre. Masa marchará las calles, Madrid. Mira Madrid, quién te merece más. Mira Madrid, cómo amanece.