La revuelta seguía impregnada en las calles. Sofocada, se reflejaba en las grietas de los escaparates, en la sangre seca sobre los adoquines, en los susurros de los soportales. Habían pasado veinte días desde que estalló la revolución y los muertos se contaban por centenares, las pintadas compartían los muros con todo tipo de publicidad oportunista y las redes echaban humo en manos ennegrecidas, en dedos que asían un sentimiento colectivo, despojados de todo lo demás en el borde del abismo en que la vida contempla desnuda el despeñarse de un estatus socialmente establecido.
O quizás no.
Raúl miraba desde su ventana el rápido discurrir de las arterias de la ciudad. Noche tras noche un equipo de limpieza reconstruía la memoria eliminando toda evidencia del conflicto. Él no podía dormir, sus heridas cicatrizaban más lentas que el país.
La acera lucía como siempre aquella mañana, tal y como la recordaba, piedra vetusta y gris, testigo mudo. Sostén de mil viandantes. Conscientes. Silentes. Para él nada era igual mientras avanzaba lentamente con un ramo de flores en el regazo. Desde la altura, algunas caras abandonaban el loco devenir de la masa para enfocarse en rostros conocidos, vecinos que, sabedores de la desgracia, cruzaban su mirada en un fugaz arrepentimiento, como escusándose por seguir adelante sin atreverse a mirar atrás.
Raúl no los culpaba y daba otro empujón a las ruedas con aquellos brazos flacuchos de los que nunca pensó que llegaría a depender. Por el camino vio las cafeterías repletas de mesas y sillas disparejas, como almonedas ocupadas por turistas que parloteaban esperando aprovechar la coyuntura para veranear de forma económica. Vio residencias, bares y casas con rostros inexpresivos, obnubilados ante una pantalla que emitía películas antiguas de forma continuada.
El metro había vuelto a funcionar. Al menos el cincuenta por ciento de las líneas estaban ya operativas, tal como declaraba por megafonía un desconocido de voz metálica. La prensa, casi inexistente, contradecía los rumores de internet y aclaraba que aquel desconocido nunca optó al cargo, por lo que debió ser el otro desconocido quién, al reunir a la cúpula de desconocidos con el Gran Desconocido, presionó al concilio para alzar al nuevo desconocido. Todos los desconocidos sonreían. Todos sus conocidos habían muerto.
De héroe de guerra a daño colateral hay una victoria de diferencia. De aquello, a loco marginal, tan sólo unos pocos años. Raúl repetía a diario su ritual y ya no obtenía miradas comprensivas de sus vecinos, sino alguna que otra expresión compasiva de paseantes despreocupados que pronto se distraían con el enfermizo resplandor de los escaparates. Raúl recorría cansino la avenida y flanqueaba las terrazas de último diseño, repletas de turistas adinerados y snobs capitalinos. Raúl veía al pasar las residencias, los bares y las casas con rostros inexpresivos contemplando debates de baja estofa y telecomedias de sexo embotado. Raúl compraba un ramo de flores siempre en el mismo puesto de la esquina y subía al metro, dónde todas las líneas operativas le ofrecían una detallada visita a la urbe. Pero él siempre cogía la misma línea. Siempre se bajaba en la misma estación.
Las ruinas sobre las que un día depositase su primer ramo eran hoy el parque en el que Raúl pasaba los días. A veces se quedaba dormido y la pareja de amables policías que cerraba el recinto al anochecer le llevaba entonces a su casa en el coche patrulla. Sabía que le tenían por un perturbado, pero un perturbado simpático y amistoso que simplemente despotricaba ante aquel que quisiera oírle sobre viejos ideales de los que ya nadie se acordaba.
Raúl se reía de ellos, de todos ellos con sus vidas disfuncionales. De Luis, el policía calvo y gordo al que su mujer engañaba cuando le tocaba guardia de noche, de Juana la florista hipocondríaca y de su perro Fifí, de Pedro, el ligón de los bares de moda que lloraba desconsolado entre los pechos de las putas los días que no salía de fiesta. Raúl estaba jodido, pero lucía orgulloso las cicatrices que le dejó la vida cuando pudo ver sus nudillos de cerca, mientras el resto del mundo se dejaba acribillar convencido de que el golpe no existía si, enfundado, no dejaba marca.
Así pues, Raúl pasa las noches asomado a la ventana, observando el discurrir de una nueva época, limpiando su vieja pistola, siempre a punto. Convencido de que, cuando llegue el momento oportuno, sólo tendrá que levantarse de la silla para continuar una guerra que nunca ha dado por concluida.

No hay comentarios:
Publicar un comentario