miércoles, 26 de junio de 2013



Dejó que el cigarro que sostenía entre sus labios prendiera el sepia que teñía la imagen. El humo se disipó en la fotografía de un viejo escritorio, vetusto como la Olivetti negra, sabio como el whisky helado que hacía exudar el vaso. Reventó la luz de la lámpara llenándolo todo de tacto. Bajo el sombrero, desgreñado, el pelo. Sucia la barba rala y el brillo de la mirada opaco, triste. Todo sobraba en esa cara. La ropa trapos, pijama de mil veranos y tela gastada. Por complemento, la postura encorvada que hacía lucir el traje.

Enfrentado al resplandor hiriente de la pantalla corrían gotas saladas por las curvas oscuras que jalonaban sus ojos. Perdido en alguna parte, huía de la hora de cierre, de las conversaciones vanas, de las responsabilidades varias, del para mañana, que aún queda hoy por hacer, del listado de sueños.
Descomponía la fórmula perfecta y la frase rimbombante, se asqueaba de la canción oportuna y de la imagen adecuada. No había París, ni noches en llamas, no había poesía, ni talento, ni ganas. Había engaño llamando a la puerta. Quedaba el consuelo y la mentira del siguiente escalón, del continuo eslabón que forja la cadena.

La culpa inundaba el ambiente, la ansiedad no encuentra palabras. La extraña figura inútil espera impaciente el momento de ser desecho, para eso ha vivido tocando techo sin levantar un palmo, sin merecerlo. Abandona el lenguaje espontáneo, recita crudo, lo pierde todo, como es debido. Él ha olvidado su identidad, ya no es él, sin historia.

Y yo, que a pesar de todo sigo siendo, me afano infructuoso en vacuas tareas de alquimista. A medio camino entre un asaltador de tumbas y un peregrino sin Tierra Santa. Aún busco el elemento que pueda suplir la magia de un abrazo.

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