lunes, 30 de septiembre de 2013



Solía pensar que la soledad era una puta lasciva. Nunca conforme con el placer efímero e incontrolable de las primeras veces, anegaba de lágrimas cada nuevo intento en un pulso irreversible al dolor. Y siempre se cobraba un precio, como la más avariciosa de las Moiras. 

La soledad era la heroína del poeta, el escritor y el profeta cuando la heroína era la puerta abierta a una generación perdida. Juntas prometían leer entre las líneas del rock, la política y la moda rescatando el tuétano de la desidia, dando la redención a esos espaldas mojadas del individualismo del nuevo siglo. A medio camino entre el suicida romántico y el sucio pepinillo omnipresente en la la sonrisa de payaso de la democracia.

Estábamos enfermos de nada. Heridos de muerte por apatía. Cáncer de conveniencia. Éramos cabezas calvas de sangre fluorescente. Gusanos de luz devorando la manzana de Blancanieves en ciudades repletas de enanos obreros cuyos zapatos charolados cantaban la canción del deber.

Éramos y solía ser, cuando paseaba las calles embriagado en busca de una complicidad perdida. Las viejas amistades royendo el hueso de la indiferencia, marcando en cada mueca la silenciosa etiqueta de quien se ha quedado atrás. Quizás habiendo encallado en vidas ajenas hubiera sido fácil robar el sentido a la distopía, afrontando el futuro desde una madurez apropiada. Pero ese tren había descarrilado entre mareas de colores y avisos de bomba al otro lado del teléfono.

Nadie encontró tiempo para pararse a hablar con el poeta altruista. Nadie fue tan tonto de no confundirlo con un loco. Nadie quiere visionarios, ni profecías. Todos saben leer su destino en el café de la mañana y en el zumbido del televisor.

Cansado de escribir para el silencio y de rogarle al mundo un reflejo, se decidió a dormir el sueño de los justos, haciendo una pira de sus despedidas. Y como en un mal chiste, un gato callejero pisó las teclas emborronando la página con unas últimas letras aleatorias. El talento reducido al memorándum apócrifo de un demente.

Y como en un mal cuento, el gato sin sonrisa se desvaneció en la noche, no sin antes echar una última mirada a cámara mientras sus ojos se transforman paulatinamente en luces ambarinas de ambulancia. Y antes de que el fundido en negro lo devore todo y nos deje solos con nuestros pensamientos, unos sabrán que ha sido el final. Otros, tristemente, que sólo ha sido el prólogo a una época que bailará al son de las sirenas.

http://vimeo.com/58877580

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