Reinvéntate, explora tus límites, date a las drogas y al descontrol de la noche, folla hasta quedar exhausto, vive y deja morir a tu estilo de vida.... El metro es un gran lugar para pensar. Media horita de autoexploración y autoexpiación, sin confesionarios ni mantras, dejando apenas un vago rastro en los tics obsesivos que sazonan los rostros de cada par de cuatro asientos siempre llenos que, cada día, espero anhelante ocupar. Es un gran día cuando consigo llegar al trance antes de diez estaciones, tengo mucho que purgar:
De actor frustrado a indie acomodado. Me envidio. Mi espejo ha dejado de responderme, defraudado de mi cambio se muestra frío y distante. También puede que haya decidido migrar, como todos los espejos en invierno, en busca de reflejos más exóticos. La ciudad se muere, la están matando y yo me ofrecí cadáver. Donde fueres haz lo que vieres... Me asqueo.
Pero más asco me da ella, día tras día con la misma ropa, como si nadie lo notase, tocando la misma canción, mutilando cualquier clásico para pasar a tiempo la gorra, interrumpiendo el hilo de mis abluciones matinales. Hoy está siendo especialmente chirriante, hasta yo tocaría mejor. Recuerdo ese tango, tuve una novia que lo cantaba en la ducha.... sonaba mil veces mejor que esto. ¿Cómo puede no darse por vencida? Sería mucho más fácil buscar un trabajo normal, una ropa normal, dejarse llevar, ser como yo, como cualquiera. Me irrita su sonrisa perenne, su falta de miedo al error, su mirada me enfurece...
- !Basta¡ -dije echando a volar su recaudación de un manotazo cuando agitaba la gorra en mi regazo.- ¿Es que no ves que no puedes seguir así? ¿Crees que escapas de la rutina, que tu no tienes nada que confesar?
Me miró asustada, a punto de echarse a llorar y, escapando a duras penas de la furia con que mis manos sujetaban sus hombros, se arrodilló para recoger cuanto pudo antes de que el tren alertara del cierre de puertas, ignorante de todo lo pasaba en su interior. En su huída dejó unos cuantos céntimos esparcidos por el suelo sucio y un pequeño taco de cartulinas que había resbalado de su bolsillo cuando se agachó. Aún en shock, observado por aquellos curiosos que habían levantado la vista de sus periódicos y avergonzado por lo ocurrido, recogí las tarjetas y las estudié de nuevo en mi asiento, oculto tras del cuello alto de mi chaqueta. Algo murió dentro de mi al leer la primera de ellas, estrellando cada una de mis convicciones contra un muro de clavos a medida que el resto pasaba ante mis ojos.
Ese violín desafinado era la única voz que alguien podría oír de ella. Muda para el mundo. Imaginé lo estúpido que había sido al creer que ella podía prescindir de los monólogos internos, que era feliz, no como yo, como cualquiera. Quise compensar lo incompensable y la busqué durante días pero, escarmentada, no volvió a pisar la línea que yo acostumbraba.
Poco a poco la fui olvidando, como imagino que ella se olvidaría de mí, tan pronto como se olvida un encontronazo con tu pareja, una sonrisa habría bastado. No obstante, algo cambió en mí. Mi trabajo se me antojó el cascarón vacío que siempre había sido, un lugar en que pasar las horas para evitar buscarse en el espejo al llegar a casa, donde ganar dinero que gastar en tu tiempo libre para así llenarte de satisfacciones efímeras, de necesidades inducidas. Mi ropa ya no hablaba tanto de mí. Mi aspecto, una máscara para bailar al son del carnaval de turno. Mi vida, por fin, empezaba a llevar ese nombre.
Un buen día, mucho después, bajé en Retiro, decidido a retomar de una vez por todas la lectura en parque otoñal, deporte favorito de mi juventud. Y allí estaba ella, en el subterráneo. La misma ropa sucia, el mismo pelo de color indefinible, el mismo violín viejo y sin barniz, el mismo tango. Me miró y me sonrió acompañando el gesto de un par de notas mal dadas. No se acordaba de mí. Por un momento dudé de si seguir adelante pero... ¡No! ¡Era ella! ¡Por fin! Me puse a su lado y, aplastando en el fondo de mi estómago años de inseguridad, canté a voz en grito aquella melodía melancólica, húmeda de duchas pasadas y lágrimas presentes. Al acabar no hubo aplausos. Ella volvió a mirarme, divertida. No había vuelto a hacerse tarjetas, una pizarrita contaba brevemente su historia junto a la gorra en el pavimento por lo que, cogiéndome una mano, escribió sobre ella con su dedo la palabra 'Gracias'. No pude evitar sonreír y me lanzé a darle un abrazo. Esta vez fue ella la que quedó desconcertada y yo aproveché el momento para añadir un par de monedas al bote y marcharme a paso ligero, feliz, como yo, como ella, como cualquiera.

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