miércoles, 21 de noviembre de 2012

 
 
 
 
 
 
Reinvéntate, explora tus límites, date a las drogas y al descontrol de la noche, folla hasta quedar exhausto, vive y deja morir a tu estilo de vida.... El metro es un gran lugar para pensar. Media horita de autoexploración y autoexpiación, sin confesionarios ni mantras, dejando apenas un vago rastro en los tics obsesivos que sazonan los rostros de cada par de cuatro asientos siempre llenos que, cada día, espero anhelante ocupar. Es un gran día cuando consigo llegar al trance antes de diez estaciones, tengo mucho que purgar:
 
De actor frustrado a indie acomodado. Me envidio. Mi espejo ha dejado de responderme, defraudado de mi cambio se muestra frío y distante. También puede que haya decidido migrar, como todos los espejos en invierno, en busca de reflejos más exóticos. La ciudad se muere, la están matando y yo me ofrecí cadáver. Donde fueres haz lo que vieres... Me asqueo.
 
Pero más asco me da ella, día tras día con la misma ropa, como si nadie lo notase, tocando la misma canción, mutilando cualquier clásico para pasar a tiempo la gorra, interrumpiendo el hilo de mis abluciones matinales. Hoy está siendo especialmente chirriante, hasta yo tocaría mejor. Recuerdo ese tango, tuve una novia que lo cantaba en la ducha.... sonaba mil veces mejor que esto. ¿Cómo puede no darse por vencida? Sería mucho más fácil buscar un trabajo normal, una ropa normal, dejarse llevar, ser como yo, como cualquiera. Me irrita su sonrisa perenne, su falta de miedo al error, su mirada me enfurece...
 
- !Basta¡ -dije echando a volar su recaudación de un manotazo cuando agitaba la gorra en mi regazo.- ¿Es que no ves que no puedes seguir así? ¿Crees que escapas de la rutina, que tu no tienes nada que confesar?
 
Me miró asustada, a punto de echarse a llorar y, escapando a duras penas de la furia con que mis manos sujetaban sus hombros, se arrodilló para recoger cuanto pudo antes de que el tren alertara del cierre de puertas, ignorante de todo lo pasaba en su interior. En su huída dejó unos cuantos céntimos esparcidos por el suelo sucio y un pequeño taco de cartulinas que había resbalado de su bolsillo cuando se agachó. Aún en shock, observado por aquellos curiosos que habían levantado la vista de sus periódicos y avergonzado por lo ocurrido, recogí las tarjetas y las estudié de nuevo en mi asiento, oculto tras del cuello alto de mi chaqueta. Algo murió dentro de mi al leer la primera de ellas, estrellando cada una de mis convicciones contra un muro de clavos a medida que el resto pasaba ante mis ojos.
 
Ese violín desafinado era la única voz que alguien podría oír de ella. Muda para el mundo. Imaginé lo estúpido que había sido al creer que ella podía prescindir de los monólogos internos, que era feliz, no como yo, como cualquiera. Quise compensar lo incompensable y la busqué durante días pero, escarmentada, no volvió a pisar la línea que yo acostumbraba.
 
Poco a poco la fui olvidando, como imagino que ella se olvidaría de mí, tan pronto como se olvida un encontronazo con tu pareja, una sonrisa habría bastado. No obstante, algo cambió en mí. Mi trabajo se me antojó el cascarón vacío que siempre había sido, un lugar en que pasar las horas para evitar buscarse en el espejo al llegar a casa, donde ganar dinero que gastar en tu tiempo libre para así llenarte de satisfacciones efímeras, de necesidades inducidas. Mi ropa ya no hablaba tanto de mí. Mi aspecto, una máscara para bailar al son del carnaval de turno. Mi vida, por fin, empezaba a llevar ese nombre.
 
Un buen día, mucho después, bajé en Retiro, decidido a retomar de una vez por todas la lectura en parque otoñal, deporte favorito de mi juventud. Y allí estaba ella, en el subterráneo. La misma ropa sucia, el mismo pelo de color indefinible, el mismo violín viejo y sin barniz, el mismo tango. Me miró y me sonrió acompañando el gesto de un par de notas mal dadas. No se acordaba de mí. Por un momento dudé de si seguir adelante pero... ¡No! ¡Era ella! ¡Por fin! Me puse a su lado y, aplastando en el fondo de mi estómago años de inseguridad, canté a voz en grito aquella melodía melancólica, húmeda de duchas pasadas y lágrimas presentes. Al acabar no hubo aplausos. Ella volvió a mirarme, divertida. No había vuelto a hacerse tarjetas, una pizarrita contaba brevemente su historia junto a la gorra en el pavimento por lo que, cogiéndome una mano, escribió sobre ella con su dedo la palabra 'Gracias'. No pude evitar sonreír y me lanzé a darle un abrazo. Esta vez fue ella la que quedó desconcertada y yo aproveché el momento para añadir un par de monedas al bote y marcharme a paso ligero, feliz, como yo, como ella, como cualquiera.



viernes, 2 de noviembre de 2012

El día que...


Hoy puede ser el día que Kurt Cobain, habiendo decidido a tiempo apostar por la familia, cambió la jeringuilla por la guitarra y compuso una canción a su hija, que hoy coparía las portadas destapando el primer escándalo sexual de una adolescente bien crecida, a imagen y semejanza de su madre. Hoy puede ser ese día en el que un no tan guapo y algo más gordo Kurt revolviese la comida en su plato sin dirigirle la palabra, frustrado por su incapacidad como padre y su nerviosismo ante la idea de tener que amonestarla.

Hoy puede ser el día en que una mujer espera el regreso de un marido que no volverá, siquiera en sueños. Hoy puede ser el día en que un barco a la deriva descubra sin saberlo un nuevo continente. Hoy puede ser el día, pero casi con total seguridad... no lo será.

No hace mucho me dijeron una frase que ya conocía, sin que ello evitase dejarme anclado a sus palabras: en esta vida sólo hay una cosa segura; y hoy ha vuelto a darse un baño de masas.

Y para esquivarla o para adorarla nos sobran trenes a los que subirnos, el Carpe Diem clásico reconvertido en una historia de sexo, drogas y rock&roll, la afirmación de preferir la muerte antes que la vejez, pronunciada por alguien que a día de hoy ha visto pasar su generación y otras cuantas. La muerte en vida, la vida tras la muerte, el nihilismo, el miedo e, incluso, el desafío. Mil maneras de sentirlo, mil maneras de vivirlo o de morirlo. Mil memorias que no se guardan bajo tierra sino, en definitiva, entre piel, huesos y conexiones sinápticas que hoy fallarán a más de uno fruto del alcohol de la celebración o del duelo.

Hoy es el día en que se asientan los mitos, afloran los fantasmas y resbalan los sentimientos que guardamos bajo llave para poder seguir el ritmo de eso que llamamos tiempo. Pero es más, mucho más que eso. Hoy es un día de muerte, pues muchos lo harán y también un día de vida: hoy puede ser el día en que se cree una obra de arte o se invente la cura a alguna enfermedad, hoy puede nacer un amor y un bebé aprender su primera palabra. Hoy, o un día como hoy, Elvis y Jim Morrison brindan a la salud del Rock en algún asilo remoto de Brasil, mientras doña Muerte, cansada de un día de quejas y agasajos, entra en el rincón de su memoria y rinde tributo a aquellos que ya nadie recuerda, pero que ella atesora en su síndrome de diógenes eterno.

Hoy, además, es un día cualquiera, un día más, pero no por eso deja ser el primero del resto de mi vida.
 

Sirenas Oníricas.

 
La luz parpadeaba en el fluorescente del falso techo. Sucio, impaciente, desacompasado, iluminando apenas los rincones de una habitación que antaño bien podría haber sido la aséptica salita de un hospital. Ahora lucía las galas de un despacho venido a menos, con plásticos descoloridos y paredes amarillentas de humo, quizás cubierto de cortinas raídas y pasadas de moda ocultando el interior del sol.
No alcanzaba a verlo, tampoco me interesó ni siquiera un instante, estaba ensimismado contemplándome hablar. No me entendáis mal, no soy un Narciso que mira embelesado su reflejo mientras recita frases al azar. No. Literalmente estaba sentado frente a mí en el círculo de sillas, bebiéndome mis palabras, aprehendiendo cada concepto que desmenuzaba ese orador omnisciente que era yo en mi mejor momento, sabedor de todo, capaz de transmitir el sentido de la vida en un comentario ingenioso. Así, cegado por el resplandor blanco, dejé que el tiempo se pausara en un limbo uterino.
De pronto, el escenario cambió y yo era uno más en aquella reunión de autoayuda, un asiento vacío me esperaba y una de las chicas que me rodeaban se levantó para dejar de ser un rostro gris. Antes de que separase sus labios yo supe que no quería esto, lo pensé, lo susurré y lo dije, no podía esperar más. Ella me miró y de sus ojos extrañamente conocidos nacieron paralelos el odio y la tristeza, una desazón infinita que flotó un instante en el aire mientras la imagen se desvanecía.

Negro. Luz. 08:30 a. m. Cinco minutitos más... NO. 08:30 a. m. ¿Cuando ha sonado el despertador? Tengo los pies fríos y una nube en la cabeza. A mitad del pasillo me asalta: Sirenas Oníricas. Tardo unos segundos en recordar el sueño, la luz, el círculo de sillas y más: paisajes desdibujados que se suceden, caras conocidas y extraños entremezclándose en mensajes confusos, y una presencia constante, compañera, de ojos hundidos, tristes, evanescentes.
Estoy despierto y los recuerdos aún zumban en mis oídos. He vuelto a ser Dios, esta vez en la frontera de la vigilia. He abarcado eones en la cabezada perezosa tras apagar a tientas la alarma. Mientras caliento el desayuno me doy cuenta de la profundidad narrativa de los sueños y no me extraño al rememorarme predicando, en mi mente la propia mente es consciente de sus posibilidades, de su falta de límites, de su poder. De mi poder. 08:45. Esos minutos de más me han salido caros, llego tarde, así que me visto deprisa, hago la cama deprisa, me lavo los dientes deprisa. Tengo tanta prisa que me olvido de mi y son hasta tres las veces que al llegar a la puerta tengo que volver a por algo. Siempre tengo prisa. Antes de salir me miro en el espejo de la entrada y allí estoy, despeinado y ojeroso, compartiendo resignación con mi gemelo y examinando en sus pupilas la luz mortecina del recibidor, el iris veteado, bailando en los rescoldos de una sospecha. Sirenas Oníricas. La puerta termina de cerrarse cuando ya estoy bajando las escaleras.


No es un gran relato, ni un cuento. Es un comienzo necesario. Este blog es la firme intención de continuar con un antiguo espacio de escritura, expresión y desahogo que abandoné hace ya más de un año. Quería echarlo a andar el Día de Difuntos, recuperando uno de los textos que más me gustaron en esa época, pero mi cabeza ya se había puesto en marcha, mi vida empezaba a girar en torno a estas ideas. No es un gran relato, ni un cuento. Es una crónica verídica. Quizás adornada o poética, pero fiel a uno de los despertares más turbadores que he tenido en mi vida. Fui consciente del papel del narrador como creador de mundos, de vidas, de la imaginación, de los sueños, fui capaz de abarcarlos a todos ellos y comprender su importancia, arrancada violentamente a diario de cada persona por la rutina y el deber. Fui consciente de como los amaneceres abruptos llevaban demasiados días arrastrando al olvido historias y lugares sin preocuparme siquiera de dejar un breve epitafio que evitase el abismo a aquello que durante una noche había sido un fragmento de mi. Fui consciente de lo que permaneció, de los sueños que habían adquirido una entidad propia, ojos profundos y tristes... Y fui consciente de la guerrilla, del boicot de mis criaturas a un modo de vida firmemente autodestructivo. La amenaza era clara y sencilla: no iban a dejar que la masacre continuara, crearían tramas tan interesantes, tan absorbentes que silenciarían a los despertadores y engañarían a los sentidos, retrasando el despertar hasta hacerme soñar una auténtica Historia Interminable. Sirenas Oníricas.
Que Ende me perdone, estoy divagando. Tan sólo son mil facetas de mí mismo, pero el mensaje no era menos evidente: RECUERDA, ESCRIBE, VIVE.
Y lo demás son reflexiones de andén abarrotado sobre dioses de horarios apretados y preocupaciones mundanas. Deseaba escribir de nuevo y el deseo se hizo obsesión. Cumplido, aquí está la página 1. Que la disfruten.

 
 
Ahora, tras las bofetadas y conmociones de la vida, vuelvo la vista a la niñez con la esperanza de descubrir alguna confirmación de mi propia valía, alguna señal de que estaba destinado, al menos por un tiempo, a ser algo más que diletante y bufón, que me vi superado por las inexorables circunstancias y no por ningún fallo interno. Que se me diga "Mala suerte, Marcos", no "Podríamos habértelo dicho" [...] Caso corriente de biblioansiedad. Y lo peor de todo es que tendrían razón. Y, ante dicho acierto esencial, ante la oprobiosa obviedad de su juicio aplastante -me gusta la palabra aplastante (a mí me gusta la palabra oprobiosa)-, sólo me queda gritarme a mí mismo, igual que Ezra Pound en la celda de rata donde lo metieron en Pisa: "Derriba tu vanidad, te digo que la derribes." Pound era uno de los Grandes.
"Firmin". Sam Savage.