lunes, 11 de abril de 2016

Rise




Entendió entonces que madurar se parecía mucho a tolerar una medicación. Conformarse. Adaptarse. Tragar con la fuerza de la costumbre una dosis diaria de cinismo sin apenas percatarse de que estudiaba leyes con guitarras de fondo y leía sobre libertad en sus ratos libres.

Que la cultura nos mostraba un catálogo de salidas a medida, de fantasías consumibles y reconfortantes mientras la vida de cada individuo se unificaba en mera fuerza de trabajo. 

Madurar era acomodarse en esa pequeña celda a la que estamos destinados y que ambientamos a nuestro placer a medida que pasa el tiempo y se nos educa. 

Comprendió, también, que ni siquiera los niños son inocentes de los mitos que forja la sociedad y que nadie es del todo ajeno, ni los héroes de la Historia, de ser una imagen de sí mismos susceptible de ser transformada. 

Y dentro de todo ese mecanismo asfixiante, quizás con el cinismo aprendido, se dio cuenta que eso mismo suponía la libertad que tanto ansiaba. El permiso de errar y fracasar, el anonimato, la intrascendencia. 

La gente estaba muy equivocada encaminándote paso tras paso hacia un futuro de triunfo. La libertad era no salir nunca en los periódicos, ser inconstante e irracional, decepcionar, acabar solo. La libertad y la felicidad viven del caos y son, con sus límites difusos, el peor enemigo del régimen.

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