lunes, 11 de abril de 2016

Rise




Entendió entonces que madurar se parecía mucho a tolerar una medicación. Conformarse. Adaptarse. Tragar con la fuerza de la costumbre una dosis diaria de cinismo sin apenas percatarse de que estudiaba leyes con guitarras de fondo y leía sobre libertad en sus ratos libres.

Que la cultura nos mostraba un catálogo de salidas a medida, de fantasías consumibles y reconfortantes mientras la vida de cada individuo se unificaba en mera fuerza de trabajo. 

Madurar era acomodarse en esa pequeña celda a la que estamos destinados y que ambientamos a nuestro placer a medida que pasa el tiempo y se nos educa. 

Comprendió, también, que ni siquiera los niños son inocentes de los mitos que forja la sociedad y que nadie es del todo ajeno, ni los héroes de la Historia, de ser una imagen de sí mismos susceptible de ser transformada. 

Y dentro de todo ese mecanismo asfixiante, quizás con el cinismo aprendido, se dio cuenta que eso mismo suponía la libertad que tanto ansiaba. El permiso de errar y fracasar, el anonimato, la intrascendencia. 

La gente estaba muy equivocada encaminándote paso tras paso hacia un futuro de triunfo. La libertad era no salir nunca en los periódicos, ser inconstante e irracional, decepcionar, acabar solo. La libertad y la felicidad viven del caos y son, con sus límites difusos, el peor enemigo del régimen.

lunes, 4 de abril de 2016

Figurante

De repente, como si una fuerte tormenta azotase el exterior de la casa hasta arrancar los cables que alimentan de electricidad el edificio, la habitación quedó a oscuras.
Gritamos. Desaforadamente. Como si el ángel exterminador de nuestras conciencias se hallase encerrado con un loco peligroso. Chillamos hasta quedarnos sin voz y enmudecimos con la boca abierta, ciegos y anhelantes. Después, silencio.
Contamos mentalmente hasta veinte, sincronizados, para tendernos en el suelo entre el murmullo de faldas y chaquetas, de pesadas camisas de época y sombreros que no nos venían bien.
Sobre el suelo frío cerramos los ojos y fingimos ser cadáveres por décima vez en lo que iba de tarde. Dos pasos, un crujir de rodillas y una mano enguantada hurgando entre mis ropas anunciaron el punto culminante del spot, cuando una lánguida versión de Sherlock Holmes y un Watson de acento indescifrable bromeaban sobre la autoría del crimen.
En definitiva, nunca podría haber sido el mayordomo, ya que esta mansión decimonónica con problemas en el suministro eléctrico era la ilustre poseedora de un robot aspirador último modelo capaz de cumplir todas sus funciones.
Con la última toma, la buena, nos dieron las nueve, un café de máquina y un sobre con ochenta euros con el nombre de nuestro personaje escrito al dorso.

Volví a mi casa en el metro, viéndome reflejado en los cristales opacados de hormigón del subterráneo. Bajo el fluorescente las sombras se alargaban. Éramos un desfile de pómulos hundidos sobre pieles cetrinas, sordos del rechinar de los raíles, mudos del cansancio y del trabajo. Más que felices, conformados.

De pronto, un apagón a la altura de Lucero paralizó el tren. La mayoría somos habituales de esta línea y sabíamos que no duraría más que unos minutos, así que permanecimos en silencio, dormimos o miramos algún punto sin ver, con la mente muy lejos de allí. Apenas se oía el frotar de ropas sobre un asiento, un sonido hueco y húmedo de besos, unos pasos atravesando el vagón.

Ni siquiera podría recordar qué día pasó todo esto si no fuese porque al restablecerse el servicio, muy poco tiempo después de que la luz volviese y el tren comenzase de nuevo a circular, un grito rompió la rutina de todos los pasajeros. Una mujer se levantó de su asiento y con la cara desencajada señaló una y otra vez al frente, histérica. Cuando nos acercamos a mirar todos pudimos ver a aquel hombre calvo de apenas cuarenta años derrumbado sobre su respaldo y con el móvil aún encendido sobre su regazo sin respiración, muerto.

Mi memoria ha borrado los detalles de ese momento, pero recuerdo haber mirado la pantalla iluminada, rota por la caída, y haber sentido una punzada de inquietud al ver los mensajes acumularse. Hubiese deseado contestarlos, pero no lo hice. Sólo me quedé allí inmóvil y confuso como la mayoría de los presentes.

Sin embargo, siempre hay alguien que sabe cómo actuar en estos casos. Así que esa persona avisó al conductor y éste a su vez llamó a la policía, que trajo consigo al juez y a los servicios médicos. Para cuando el cadáver estuvo metido en su bolsa sólo quedaban allí unos cuántos curiosos, la mujer que lo descubrió y las autoridades.

No fue hasta la mañana siguiente mientras desayunaba en la cocina viendo el matinal de la televisión pública cuando me enteré de que había sido testigo de un crimen. El investigador al cargo apareció a pantalla partida con la presentadora y le habló de los detalles del asesinato, disfrazado en apariencia de una parada cardíaca, un infarto cerebral o un accidente semejante. La policía había relacionado éste con otros asesinatos similares ocurridos en los últimos meses, aunque parecía pronto para hablar de un asesino en serie, ya que no coincidían las armas utilizadas, ni las huellas, ni existía relación entre las víctimas. La única pista a seguir eran los mensajes que el asesino dejaba en el bolsillo de los finados, siempre escritos en caligrafías diferentes.

Recuerdo que se acercó mucho a la cámara y elucubró sobre la posibilidad de que se tratase de un loco peligroso, un auténtico psicópata con múltiples personalidades a semejanza de las películas y las novelas policíacas. Poco después cortó la conexión y la presentadora y su corro de tertulianos pasaron a desgranar cada detalle alimentando hipótesis remotas, dando rienda suelta al morbo, haciendo crecer al monstruo. Cuánto más miedo, más audiencia. Todo el mundo quiere sus quince minutos de gloria, ya seas una aspirante a reportera de noticiario, un inspector ambicioso o un asesino huidizo.

"Ciudadano perro", "Sonrisa hombre", "Copiloto", "Muerto 6". Analizaron cada mensaje concienzudamente, solapando sus opiniones mientras la moderadora imponía orden para dar paso a los mensajes publicitarios que pagaban la realización de ese programa.

Recuerdo haber visto un par de ellos antes de apagar el televisor. Casi al tiempo que ataba mis botas y me enfundaba mis guantes para salir a la calle pude verme subido a un coche último modelo atravesando una carretera vacía. Apenas un momento después de sacar del bolsillo del pantalón el fajo de billetes de veinte sin sobre de la paga del día anterior.

Los anunciantes no quieren que tu cara aparezca en dos spots en la misma franja temporal. Despista al consumidor. Es por eso que sólo trabajo cada dos meses.

Los telediarios no quieren que las guerras acaben, tampoco los incendios y es una auténtica desgracia que cojan pronto a un asesino. Las historias sólo valen lo que valen sus protagonistas. Eso lo se bien. Llevo años madurando mi personaje. Es por eso que sólo mato cada dos meses.