domingo, 25 de agosto de 2013

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Supongo que ahora debería desnudar mi alma, soltar al menos un par de frases ingeniosas, algo memorable para el final...

Joder -pensó- ¿No es la muerte como enfrentarse a una jodida página en blanco? Llevo muriéndome a diario años. A lo mejor mi puto epitafio tiene que ser un cenicero lleno. Cenizas a las cenizas y toda esa mierda.

En la cabecera de luz mortecina: Las raíces apenas dejaban ver el bosque, devorado en la espesura del recuerdo, como un disco que ha envejecido mal y ha pasado directo de la lista de éxitos a la de clásicos veraniegos. Mejor haber triunfado y haber caído, o algo así. Nunca dejes que un buen tópico arregle una mala historia. No hay nada peor.

No hay nada peor -musitó mientras subrayaba de azul el párrafo y lo enviaba directo al limbo binario de su ordenador- Ni si quiera la tecla suprimir está entera. Dios, ¿cómo voy a encontrar inspiración así?

SUPR, supurante suspiro, sueño pródigo, suerte, pronto, súplica, redención. 

Nada es como antes. Los errores significaban algo antes. Al menos debías arrancar la página y romperla en pedazos. Era un acto simbólico. Era una putada, pero debías hacerlo tú y cargar con las consecuencias de tu desliz. Siempre había algún mojigato empeñado en rectificarlo con tachones, pegotes, parches. Así funciona el mundo, siempre lo había dicho, todo lleno de pusilánimes gilipollas.

Intentó pensar algo profundo. ¿Qué había marcado sus días? ¿Quién querría conocer su última reflexión? Egoísta, se acordó de ella. No estaba sólo en realidad, lo sabía. Lo sabía tan bien como conocía la naturaleza de la compañía: una familia aburrida y maltrecha, cuatro gatos de relaciones emponzoñadas que disputaban responsabilidades y atenciones como si fueran la última chuleta; unas amistades dispersas e independizadas, y tres o cuatro personas especiales. 

No está mal -se detuvo- quizás se conozcan todos en el funeral. Sería la ostia. Una buena acción post-mortem. Ascensor al cielo, ¿eh? 

Led Zeppelin llevaba sonando en su cabeza desde que el día había despuntado. Cuando te miras al espejo de buena mañana y todo lo que ves son unos ojos hundidos vibrando al ritmo del solo de Stairway to Heaven no puedes hacer como si nada. Quizás suicidarse sea algo drástico pero, oye, ¿quién te dice que mañana no te despertarás tarareando a los Bee Gees?

Hacerlo había sido fácil. Un par de cortes en las muñecas. Sangriento y sucio. Lo estaba poniendo todo perdido, pero siempre le había parecido poético. También, aunque cruel, le divertía pensar quién limpiaría después el estropicio. 

Lo malo fue la espera. No es algo rápido, desangrarse lleva su tiempo y siempre había sido un chico demasiado impaciente. Pensó en ella y quiso verla de nuevo. Ella, o ellas, no importaba en realidad. Cualquier persona que hubiese significado hogar, en algún momento. Fotografías apartadas. 

Mientras todo se teñía de rojo repasó esa sensación que tanto le había inundado últimamente. Un abrazo lo habría cambiado todo. No, un abrazo no habría cambiado nada. Lo que quedaba eran recuerdos. Adaptarse o morir es la máxima del siglo XXI y él siempre había sido un animal de costumbres. 

Apagó el cigarrillo, pegó un largo trago y se bajó los pantalones. En realidad, no le apetecía, pero había vivido siempre de manera responsable y, habiéndose hecho dueño de su destino, quería que a su último homenaje no le faltase nada. La despedida podría esperar. El corazón latió con fuerza y la sangre brotó de las muñecas en torrente. El mareo hacía todo más excitante y durante unos minutos estuvo bien. Luego su mente se perdió y el rítmico movimiento resultó casi una parodia, salpicando de carmesí en cada sacudida. En algún momento, su mano abandono la flacidez de la entrepierna y se posó en su frente, sujetando la cabeza, mientras una cascada rojiza resbalaba sobre sus mejillas, confluyendo con lágrimas silentes, sinceras.

Supo al fin qué debía decir. Tanto de lo que arrepentirse, tanto que agradecer... A duras penas encendió de nuevo la pantalla y, con los ojos cerrados, repasó sus últimas palabras. Como en un sueño, todo transcurrió como en un sueño...

De repente, despertó. Una mano tocaba su espalda. Se giró y vio a una chica joven y alta, de piel blanca como el marfil y unos ojos profundos como pozos, universos de estrellas apagadas. Su voz sonó como suena el fuego de una hoguera al crepitar cuando dijo:

Vaya, hacía mucho que no veía ninguno así -rió- Eres todo un romántico -dijo señalándole.

El chico se levantó para contemplar la escena y pudo ver su cuerpo vencido sobre la silla, con los pantalones bajados. Todo estaba teñido de cuajarones ennegrecidos, los papeles de la encimera, el teclado, las huellas en el vaso, su propio cuerpo. Consternado, miró el ordenador. La página en blanco seguía ahí, al otro lado de la pantalla manchada de sangre. No había escrito nada, había muerto antes de la despedida. Tan sólo, en el encabezamiento, una escueta acotación rezaba "Última conexión 04:23".

Joder -dijo con una mueca de socarrona incredulidad- Como en las películas. "Hora de la muerte, Jack". Pero nada es como las películas, ¿verdad?

Los ojos de la mujer eran lagos impenetrables.

Quería despedirme, tenía las palabras exactas -suspiró- Supongo que es mejor así, no se puede vivir como un gilipollas y tener una muerte épica, no habría sido nada honesto por mi parte.

Ella sonrió y le confesó:

Una vez escribiste algo que me encantó. Eras realmente bueno, ¿sabes? -Y le susurró al oído mientras caminaban juntos hacia la línea del horizonte.

Él notó su brazo rodeándole los hombros y, aunque su piel era fría, aterradora, el abrazo fue cálido y sintió, de alguna manera, que había vuelto a casa.

domingo, 4 de agosto de 2013

Heridas de guerra




La revuelta seguía impregnada en las calles. Sofocada, se reflejaba en las grietas de los escaparates, en la sangre seca sobre los adoquines, en los susurros de los soportales. Habían pasado veinte días desde que estalló la revolución y los muertos se contaban por centenares, las pintadas compartían los muros con todo tipo de publicidad oportunista y las redes echaban humo en manos ennegrecidas, en dedos que asían un sentimiento colectivo, despojados de todo lo demás en el borde del abismo en que la vida contempla desnuda el despeñarse de un estatus socialmente establecido.

O quizás no.

Raúl miraba desde su ventana el rápido discurrir de las arterias de la ciudad. Noche tras noche un equipo de limpieza reconstruía la memoria eliminando toda evidencia del conflicto. Él no podía dormir, sus heridas cicatrizaban más lentas que el país. 

La acera lucía como siempre aquella mañana, tal y como la recordaba, piedra vetusta y gris, testigo mudo. Sostén de mil viandantes. Conscientes. Silentes. Para él nada era igual mientras avanzaba lentamente con un ramo de flores en el regazo. Desde la altura, algunas caras abandonaban el loco devenir de la masa para enfocarse en rostros conocidos, vecinos que, sabedores de la desgracia, cruzaban su mirada en un fugaz arrepentimiento, como escusándose por seguir adelante sin atreverse a mirar atrás. 

Raúl no los culpaba y daba otro empujón a las ruedas con aquellos brazos flacuchos de los que nunca pensó que llegaría a depender. Por el camino vio las cafeterías repletas de mesas y sillas disparejas, como almonedas ocupadas por turistas que parloteaban esperando aprovechar la coyuntura para veranear de forma económica. Vio residencias, bares y casas con rostros inexpresivos, obnubilados ante una pantalla que emitía películas antiguas de forma continuada. 

El metro había vuelto a funcionar. Al menos el cincuenta por ciento de las líneas estaban ya operativas, tal como declaraba por megafonía un desconocido de voz metálica. La prensa, casi inexistente, contradecía los rumores de internet y aclaraba que aquel desconocido nunca optó al cargo, por lo que debió ser el otro desconocido quién, al reunir a la cúpula de desconocidos con el Gran Desconocido, presionó al concilio para alzar al nuevo desconocido. Todos los desconocidos sonreían. Todos sus conocidos habían muerto.

De héroe de guerra a daño colateral hay una victoria de diferencia. De aquello, a loco marginal, tan sólo unos pocos años. Raúl repetía a diario su ritual y ya no obtenía miradas comprensivas de sus vecinos, sino alguna que otra expresión compasiva de paseantes despreocupados que pronto se distraían con el enfermizo resplandor de los escaparates. Raúl recorría cansino la avenida y flanqueaba las terrazas de último diseño, repletas de turistas adinerados y snobs capitalinos. Raúl veía al pasar las residencias, los bares y las casas con rostros inexpresivos contemplando debates de baja estofa y telecomedias de sexo embotado. Raúl compraba un ramo de flores siempre en el mismo puesto de la esquina y subía al metro, dónde todas las líneas operativas le ofrecían una detallada visita a la urbe. Pero él siempre cogía la misma línea. Siempre se bajaba en la misma estación.

Las ruinas sobre las que un día depositase su primer ramo eran hoy el parque en el que Raúl pasaba los días. A veces se quedaba dormido y la pareja de amables policías que cerraba el recinto al anochecer le llevaba entonces a su casa en el coche patrulla. Sabía que le tenían por un perturbado, pero un perturbado simpático y amistoso que simplemente despotricaba ante aquel que quisiera oírle sobre viejos ideales de los que ya nadie se acordaba.

Raúl se reía de ellos, de todos ellos con sus vidas disfuncionales. De Luis, el policía calvo y gordo al que su mujer engañaba cuando le tocaba guardia de noche, de Juana la florista hipocondríaca y de su perro Fifí, de Pedro, el ligón de los bares de moda que lloraba desconsolado entre los pechos de las putas los días que no salía de fiesta. Raúl estaba jodido, pero lucía orgulloso las cicatrices que le dejó la vida cuando pudo ver sus nudillos de cerca, mientras el resto del mundo se dejaba acribillar convencido de que el golpe no existía si, enfundado, no dejaba marca. 

Así pues, Raúl pasa las noches asomado a la ventana, observando el discurrir de una nueva época, limpiando su vieja pistola, siempre a punto. Convencido de que, cuando llegue el momento oportuno, sólo tendrá que levantarse de la silla para continuar una guerra que nunca ha dado por concluida.