Todo se había reducido a una conversación de ascensor. Dos desconocidos reconociendo el frío, rodeando con palabras la necesidad de un gesto, en ese pacto tácito para silenciar lo urgente y honrar lo banal.
Todo se había encogido a ese rinconcito que día tras día ensanchaba sus mundos y les acercaba. De la primera sonrisa al cambio de perfume. Y como quien no quiere la cosa, con la facilidad del que se encuentra todos los días en el mercado o la iglesia, llegaron los nombres, los chistes, las miradas furtivas, los abrazos, las historias, los secretos y el beso.
Todo se había inscrito en un juego de reglas implícitas, de cápsulas de complicidad efímera, acordada e infranqueable. El elevador era el fuera de plano donde poder abandonarse a la vida. Y al beso le siguió la caricia, el roce, los últimos centímetros de una distancia que se antojaba ridícula ante el deseo.
Todo se había restringido a un cubículo suspendido en el vacío, cuando en ese preciso instante...
- Espera, espera. ¿Cómo puedes saber tu todo eso?
- ¿No te parece obvio? -dijo mientras aplastaba la colilla contra el cenicero neutro de cristal y al final de la habitación una mano tocaba con insistencia en la puerta- Yo fui quien cortó los cables del ascensor.
- ¿No te parece obvio? -dijo mientras aplastaba la colilla contra el cenicero neutro de cristal y al final de la habitación una mano tocaba con insistencia en la puerta- Yo fui quien cortó los cables del ascensor.