domingo, 19 de mayo de 2013


En algún lugar las calles debían arder inundando de vapor las entrañas de la noche. Adoquines oscuros supurando el veneno que alimenta las venas de la ciudad. Palpitantes, las risas quedaron sofocadas por el ruido de sirenas y el retumbar de un altavoz dejando la estela efímera de un estribillo sobre el olor penetrante del neumático quemado.

En las zonas bajas la lluvia del día anterior frenaba su cauce en un remanso aderezado de alcohol y meados. La luna reflejada en él iluminaba los rostros anhelantes de aquellos reunidos junto a la boca de metro, torrentes ansiando mecerse en pos de un mar indómito. Tan sólo un poco de sal. 
Entre ellos, un vulgar Caronte agita en sus nudosos dedos un vaso de cartón, suplicando un par de monedas que hagan junto a él la travesía. A falta de almas con quién compartirla pasea las horas por el cemento de su odiado hogar, huyendo de la maldición de la memoria, agradecido de insultos y menosprecios que le sacan por un instante de su perpetuo mimetismo con el mobiliario urbano. 

Su carcajada demente pasa desapercibida ante los dos agentes que, distraídos, se cobran en cocaína la frustración de un tercero que, aunque amigo, nunca llegó a ser compañero y paga su amargura trajeado al final de un cordón de terciopelo a las puertas de un paraíso de neón. 
Dentro los focos rielan en la trompeta del escenario y se ahogan en el cristal empañado. El color de los labios se queda en los vasos y los ojos dejan de ver, vidriosos, llamando al desenfreno.

El griterío ensordece el local y la pelea rompe el delirio heroico de un orador que conoce el remedio para el mundo, salvándolo una vez más sin haber derramado apenas su copa en el transcurso de su disertación. Muchos huyen, llenando de cuerpos las aceras. Una pareja se aprieta contra un portal y, mientras ella busca las llaves en el fondo de su bolso, él ya ha encontrado una puerta abierta debajo de sus ropas.

Al acabar, en la cama, ella apura su cigarro con un mohín de tristeza mientras vuelve a colocarse aquellos pendientes que un día tanto significaron. Él, satisfecho, duerme.

Duermen dos chicas en un taxi camino a casa. Aunque han perdido el móvil y la cartera en la discoteca, Juan ha querido llevarlas. Comparte con ellas la esperanza de que el padre se hará cargo de la factura, tal y como él había hecho en alguna ocasión con su hija. Contempla la foto de Diana en el salpicadero y se pregunta cómo estará.

Diana ronca sobre un lecho de impresos legales. El subrayador, aún en su mano, emborrona la palabra "futuro" en un charco fluorescente.

Una cucaracha se contempla en uno de los charcos de las zonas bajas. Mientras amanece, su cuerpo ovalado se recorta gigantesco e imponente sobre coches y edificios. El relevo llega vestido de naranja y precedido de escobas, cruzándose con la marea que baja ahora repleta de ojos cansados e historias nuevas.   
Uno de estos peces roncos convierte un bostezo en una arcada arrodillado junto al charco y vomita la noche  en jirones de vinagre oscuro. Al levantarse cruje bajo su suela el sueño del insecto, recibiendo como epitafio las palabras "¡qué asco!" mientras se limpia su cadáver contra el bordillo.

En algún lugar, Gregorio Samsa se ha despertado como cualquier otro día y se ha mirado al espejo sintiéndose más sólo e incomprendido que nunca.